La cruda realidad


     Gracias, señorita Murray.

Sólo la voz de mi jefe pude hacerme sonreír y enrojecer a la vez. Ese tono, tan sugerente y sensual consigue que parezca haber tomado mariposas en el desayuno.

     Etham Carmichael, mi jefe, es un joven empresario de éxito, con un exquisito gusto por el lujo y rodeado siempre de una corte de bellezas a la caza de un marido guapo y rico.

     Evidentemente, para él soy sólo su secretaria; la chica insulsa que le prepara el café como le gusta, atiende sus llamadas, lleva su agenda y le soluciona algún que otro problema de índole personal con el sexo femenino. Pero no puedo evitar suspirar cada vez que le veo aparecer por la oficina, envuelto en ese aroma tan embriagador de su loción de afeitado compuesta por algún tipo de especias picantes.

     El mismo mechón de cabello oscuro, húmedo todavía tras la ducha matutina, le cae rebelde cada día sobre la frente, y cuando pasa por delante de mi mesa, quedo envuelta por el rastro de su especiada fragancia masculina, que tan bien conozco después de dos años de trabajar para él. Camina hacia su despacho con paso decidido, ejerciendo un perfecto control de cada uno de sus músculos. Me saluda con una afectuosa inclinación de cabeza, y dependiendo de su estado de humor, me concede una de sus maravillosas sonrisas que le marca un hoyuelo a la derecha de su boca. Lo que me lleva a fijarme en sus labios, que parecen cincelados en un rostro de rasgos marcados; mandíbula cuadrada, mentón firme, nariz recta… 

     Un conjunto perfecto para mi disfrute diario.

     —El almuerzo con Chevalier es mañana, ¿verdad?

     Su pregunta me saca inmediatamente de mis desvariados pensamientos y alzo la mirada de mis notas para fijarla en él, que me sonríe con esa característica sonrisa suya que más de un modelo desearía para sí mismo.

     —Sí, es… a las… dos —consigo responder tras un leve tartamudeo—, en el restaurante Lafayette.

     —Bien —contesta distraído, repasando el informe que el departamento financiero le ha entregado esta misma mañana.

     Espero pacientemente a que me dicte alguna nota más. Doy vueltas al bolígrafo que tengo entre mis dedos, nerviosa, e intento no quedarme embobada mirándolo, no sea que vaya a pillarme de nuevo como la semana pasada. Pero no puedo evitarlo y observo el movimiento de sus dedos largos y bien cuidados cada vez que pasa una página del informe. No tengo remedio, y mi mente evoca el momento en el que empecé a trabajar para él; el fuerte y enérgico apretón de su mano quedó grabado en mi memoria junto al encogimiento que sentí en mis entrañas.

     —¿Qué tiene que hacer mañana? —me pregunta, sin alzar la mirada de los papeles, y ante mi silencioso estupor, levanta la cabeza, me mira con esos intensos ojos azules y añade—: ¿Ha quedado con alguien?

     —¿Quién? ¿Yo? —Sacudo mentalmente la cabeza, intentando salir de mi asombro.

     «¿Me está pidiendo una cita?», me pregunto, eufórica.

     —Me han informado esta mañana que la traductora que me acompaña habitualmente está enferma y es imposible que se recupere a tiempo, y sé que usted habla francés perfectamente.

     «Oh, que poco duró», me lamento, pero me recupero rápidamente y contesto intentando que no se note la decepción en mi voz:

     —Por supuesto, si necesita que haga de traductora, con gusto lo acompañaré.

     —Gracias, Amanda —me sonríe una vez más. Hoy está de buen humor, y mi nombre en sus labios suena mejor que nunca.

     Continúa con la lectura del informe y de vez en cuando garabatea en un folio mientras espero alguna orden por su parte. Parece tan concentrado y serio, y a la vez tan atractivo e interesante.

     —Listo —indica cuando acaba, cierra el dossier y cuando extiende la mano para entregármelo aprecio como se tensan los músculos de su brazo.

     Mi mente suspira. Cuánto daría por verlo entrenar en el gimnasio. Su cuerpo, fuerte, duro y atlético, cubierto por una fina capa de sudor que mis dedos desearían secar.

     —¿Podría hacerme unas fotocopias? —Su voz vuelve a sacarme de mi perturbadora fantasía antes de que desvaríe más y me meta en problemas. Me siento tonta, con el brazo extendido aun sujetando la carpeta.

     Él sonríe, y a veces pienso que sabe perfectamente qué está pasando por mi cabeza, lo que hace que mis mejillas se tiñan rosadas por la vergüenza ante mi comportamiento.

     Se levanta, coge la chaqueta de su traje del respaldo del asiento y se la coloca con un movimiento elegante, regalándome unas vistas maravillosas durante un instante de su torso musculado, cuyas formas he podido apreciar bajo la fina camisa de seda blanca que viste hoy.

     Me pongo en pie torpemente y alzo la cabeza para mirarlo cuando se sitúa a mi lado; es bastante alto, me saca una cabeza a pesar de mis tacones de siete centímetros. Caminamos en silencio hasta la salida de su despacho, me saluda a modo de despedida cuando me quedo en mi mesa y mientras tomo asiento le veo acercarse al ascensor atravesando la mitad de la planta. Tiene una forma de andar elegante, orgulloso de lo que es, consciente de que tiene poder y sabe cómo utilizarlo.

     De pronto suena el teléfono de mi mesa y me sobresalta. Doy un brinco en mi silla y estoy a punto de caer al suelo. Miro el aparato, que sigue sonando con insistencia, y lo cojo como si fuera a quemarme.

     —Mandy, Carmichael acaba de llegar, prepárate, porque tiene uno de sus peores días —me avisa Marie, la recepcionista, que acaba de ponerle freno a mi imaginación.

     «¿Cómo que llega? Si acaba de irse», me pregunto, todavía sumida en mi fantasía.

     El ascensor se abre y da paso a mi jefe, el Sr. Carmichael.

     Un hombre pegado a un maletín que bien podría pesar más que él. Como siempre, pasa por delante sin dirigirme la mirada y me pide con voz autoritaria el café. Su frente ya parece bañada por el sudor a pesar del frío que nos acompaña este invierno e intenta peinarse el poco pelo grasiento que le queda de forma que tape su insipiente calva, lo que le hace parecer más patético de lo que ya es. Su traje luce arrugado, para variar, y dos tallas más grandes, como si lo hubiera comprado en las rebajas. Normalmente no sonríe, lo que le agradezco de todo corazón, así me evita el penoso momento de contemplar su sonrisa. Se da ese aire de los tipos que parecen peleados con todo y con todos, con el mundo en general, y además tiene un andar torpe, como yo, que tropiezo con cada esquina con la que me encuentro.

     Preparo su café corriendo, cojo mi bloc de notas y me dirijo a su despacho.

     Oh, Dios, es el momento de afrontar la realidad.





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